La muerte de Sol y sus dos hijos conmocionó a los vecinos del fraccionamiento Los Agaves, en el municipio de Tlajomulco, en Jalisco, el pasado mes de octubre. Mientras dormían, un olor fétido se había metido a sus casas

El aroma había avanzado en los días que el vecindario de casas de interés social se negaba a decir lo que la mayoría pensaba: huele a muerte y el origen es la casa de Sol, de 35 años, y de sus hijos Alberto, de 14, y Óscar, de 7.

Los peritos que acudieron al lugar encontraron una carta. Era un testimonio de depresión, un esfuerzo de Sol por explicar su suicidio y el asesinato de sus hijos: la vida es insoportable cuando la pobreza es tan fuerte que asfixia. Una mujer y sus dos hijos murieron cuando ella decidió terminar con la vida de la familia por la pobreza que enfrentaban en México.

Un salario bajo, deudas y falta de comida, llevaron a Sol, de 35 años, a tomar la decisión de suicidarse y llevarse con ella a los menores. Escribió una larga carta de despedida en la que explicó sus motivos.

Una noche acostó a sus hijos, Alberto, de 14 años y Oscar, de 7 años; abrió la llave del gas, dejó bien cerradas todas las puertas y ventanas, se fue a la cama y su historia terminó. Para cuando los vecinos denunciaron un insoportable olor a putrefacción proveniente de la casa ya había pasado una semana del fallecimiento, calculan los peritos.

Los investigadores declararon que el olor se percibía desde la entrada al fraccionamiento Los Agaves, en Tlajomulco, Jalisco, México, y al forzar la entrada a la casa de Sol confirmaron sus sospechas.

Los tres cuerpos estaban en estado de putrefacción, el menor tenía un muñeco de peluche abrazado. Los niños estaban en su cama, Sol recostada en el piso, a los pies de ellos. Encontraron la carta de despedida, once hojas a mano donde Sol pidió perdón y explicó su frustración.

Ella ganaba entre $800 y $900 pesos (unos $43 dólares) a la semana como empleada de una maquiladora, recientemente trabajó como vendedora de pan y solo de ella dependía el sustento de sus hijos, pues su pareja la abandonó recientemente.

Se quedó con la deuda de su casa, por la que debería pagar entre $300 y $600 pesos semanales al Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores. Los abogados de cobranza la estaban atosigando últimamente para que pagara o dejara la casa.

Una casa de dos recámaras, ubicada en una esquina, que ella había amueblado con lo indispensable. Tenía un refrigerador, pero los investigadores lo encontraron casi vacío. Hallaron también un par de billetes y algunas monedas sobre la mesa y suponen que era el capital que le quedaba. El hallazgo de la familia ocurrió el 30 de agosto, aunque el olor inquietaba a los vecinos desde hacía días.

La historia de Sol sigue conmocionando al vecindario y a las autoridades a un mes de ocurrida, pero la pobreza ha cobrado miles de vidas en México y en el mundo. La Organización de las Naciones Unidas cuenta 24 mil muertes anuales a causa de la miseria. EPÍLOGO Nadie muere de hambre. Se muere de pobreza, como le pasó a Sol y sus hijos. Esa muerte comienza con el primer día de un estómago vacío, cuando las piernas y los brazos se debilitan.

Los niveles de azúcar caen y sube a la cabeza un dolor punzante. Si la falta de comida persiste, el organismo oxida la cetona y los ácidos grasos que están en la reserva del cuerpo. El pensamiento se nubla, el ánimo decae, el agotamiento se instala.

El cuerpo desintegra las proteínas de los músculos. Duelen las articulaciones, los ligamentos, el pecho y los ojos pierden brillo. La falta de alimentos golpea al hígado, los riñones, el bazo.

Arde el estómago, el corazón amartilla con taquicardias, los pulmones se aletargan. No hay vigor para caminar, para trabajar o para hablar. El cuerpo enfermo contagia a los sentimientos y una profunda depresión nubla al que sufre. La comida se vuelve un pensamiento obsesivo que desespera y obliga a repensar la vida, pero eso se hace postrado en una cama o en el piso, porque las corvas ya no tienen cómo mantenerse firmes.

Se enciende el modo de supervivencia y el famélico siente como si el cuerpo se mordiera a sí mismo para convertir las entrañas en combustible. Se acumulan fluidos que inflan los pies, las muñecas, el vientre.

La piel se reseca, las uñas se quiebran, los dientes se destemplan, el cabello se cae cada vez que la angustia hace que las manos vayan a la cabeza. La mente sufre con las alucinaciones, la pérdida de memoria, la desorientación de tiempo y espacio. A esas alturas, el estómago está hecho un desastre.

Ni siquiera un bocado puede paliar el sufrimiento. Las únicas opciones son la alimentación intravenosa o la muerte. El fin llega entre los próximos 20 y 40 días sin alimentos.

El final de la agonía es incierto: nadie muere de hambre, sino de hipotermia, un infarto cardiaco o un paro pulmonar. Lo único seguro es que será una muerte dolorosa a la que se llega con el cuerpo colapsado, un final indigno para cualquier ser humano.

¿La joven Sol sabía que eso sufre una persona, cuando la pobreza extrema la ahorca? ¿Conocía el dolor físico y emocional que causa no tener lo indispensable? ¿Eligió suicidarse y matar a sus hijos para no tener que sufrir ese final?

La reconstrucción de estos hechos está basada en entrevistas al alcalde de Tlajomulco, personal del municipio, policías municipales involucrados en el caso y trabajadores de la Fiscalía General del Estado de Jalisco.