Concluyó la mayor demostración estudiantil contra la inseguridad y los ataques en las escuelas

La luz al final del túnel es la señal de que el metro está por llegar a la estación Universidad. Antes de que el convoy logre estacionarse por completo se escucha un bullicio ensordecedor. Se abren las puertas, cientos de adolescentes gritan, aplauden, brincan. Son tantos que los usuarios no pueden bajar del metro. “¡Compañeros dejen pasar a la gente!” Se abre un pequeño pasillo entre las decenas de cuerpos. En las escaleras hay más jóvenes. También en los torniquetes. Cubren todos los accesos. Están por toda la estación. Todos alzan el puño al mismo tiempo. Es la mayor protesta estudiantil de los últimos años en la Universidad Nacional Autónoma de México, la más importante del país.

Tardan 20 minutos en avanzar un tramo que en un día normal se recorre en menos de un minuto. Ingresan ordenados a la Ciudad Universitaria. Forman una fila de 30 mil personas, según datos gubernamentales. Caminan sobre el circuito universitario. Se detienen para gritar: “¡Fuera porros de la UNAM!”, refiriéndose a los grupos de choque que los agredieron a inicios de la semana. Cuentan hasta el número 8 y corren efusivos, tratando de no tropezar con sus mantas. Pasan enfrente de facultades vacías. No hubo clases. Sus alumnos decidieron hacer un paro y salir a marchar.

Aunque la mayoría son muchachos menores de 20 años, hay personas de todas las edades. Los apoyan maestros cincuentones, padres de familia mayores de 40, investigadores de la tercera edad y algunos niños. Quien conoce el campus central de la UNAM sabe que es casi imposible recorrerlo caminando. A eso le apuestan ellos, a atravesar la universidad más grande del país de costa a costa para exigir que cesen los ataques en su contra, pero también para reclamar por los cobros que se les aplican por estudiar en escuelas públicas y gratuitas, por la falta de profesores en sus planteles, por la destrucción de sus espacios artísticos y por el esclarecimiento del asesinato de una estudiante el mes pasado.

En la línea de frente se encuentran los alumnos del Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH) Azcapotzalco, la escuela en la que inició el conflicto. Detrás de ellos, los siguen estudiantes de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, de Filosofía y Letras, de Ciencias, Economía y de las nueve preparatorias. Los cuatro CCH’s y las escuelas periféricas de la UNAM los acompañan, pero también jóvenes de instituciones que no pertenecen a la UNAM como el Colegio de México, la Universidad Pedagógica Nacional, la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), y el Instituto Politécnico Nacional (IPN), entre otras.

Pero a pesar de que cada una porta letreros que los identifican, caminan como si fueran una sola. Si los del Politécnico gritan un ‘Goya’, el grito distintivo de la UNAM, ellos responden con un ‘Huelum’, la porra característica del IPN, en agradecimiento por la solidaridad. Son jóvenes que estudian en decenas de planteles educativos de distintos puntos de la ciudad. No se habían unido de tal manera desde 2014, cuando el país salió a protestar masivamente por la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa.

Pero esta manifestación deja claro algo: a los estudiantes mexicanos no se les toca. Si lo hacen, decenas de miles responderán. Y es que México quiere y cuida a sus estudiantes. Quizá porque el país siente culpa por los cientos jóvenes que el ejército masacró el 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco. Por eso en esta manifestación se respira un ambiente distinto. A veces rabia, a veces júbilo, pero sin duda es diferente a otras. En menos de un mes se cumplen 50 años de aquella masacre y los ánimos estudiantiles parecieron despertar enérgicamente, después del ataque del pasado lunes que dejó varios estudiantes lesionados y a dos luchando aún por su vida.

Por las ventanas de las casas que colindan con la universidad se asoman curiosos los vecinos, graban el paso del río estudiantil, mientras que otros vestidos con playeras de los Pumas, el equipo de futbol de la UNAM, aplauden a la manifestación. Abajo, los manifestantes responden extasiados: “¡Ese apoyo sí se ve!”. Los alumnos de la facultad de veterinaria gritan: “¡Más perros, menos porros”, los de Antropología de forma cómica hacen lo propio: “¡En la ENAH quemamos porros a diario!”, refiriéndose a su gusto por la marihuana.

La marcha atraviesa las islas, el jardín central de la universidad, un sitio declarado patrimonio cultural de la humanidad por la UNESCO y que supera al doble el tamaño del Zócalo de la Ciudad de México, la principal plaza del país. Y después de casi dos horas llega a la rectoría, el edificio de 16 pisos donde despachan las autoridades universitarias. Pero mientras la vanguardia de la marcha se acomoda para iniciar un improvisado mitin, la retaguardia aún no llega ni a la mitad del recorrido.



En poco tiempo este histórico sitio se abarrotó de estudiantes. Algunos trepados sobre columnas y techos, otros en las jardineras, unos en el pasto, otros de pie con el puño arriba. En cuestión de minutos, los jóvenes han logrado tomar por asalto, una vez más, este lugar que ha visto pasar a un sinnúmero de generaciones que han protestado en distintas épocas de la historia de México. La UNAM ha sido ocupada por la inconformidad.

Durante más de una hora se mantienen ahí. Repiten sus demandas. Gritan consignas contra la autoridad. Y aunque comienza una leve llovizna no buscan refugio. Después inician reuniones por escuela para definir un plan de acción para que sus peticiones sean resueltas. Las puertas de la rectoría se mantienen cerradas, aunque se puede ver a sus funcionarios a través de las ventanas, observando una protesta que exige soluciones.

Poco a poco el lugar comienza a vaciarse. Ha concluido la mayor demostración estudiantil contra la inseguridad y los ataques en las escuelas. En numerosos grupos cada escuela se retira. La algarabía se pierde entre las calles aledañas y da paso al silencio. La UNAM se vacía poco a poco.

Alrededor de las seis de la tarde, las autoridades universitarias informan, a través de un comunicado, que las demandas estudiantiles son aceptables y atendibles.

Esta vez, los jóvenes han ganado la batalla.

 

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